Pues dejo untrocito algo más largo y sin editar
A la mañana siguiente de la fiesta, Sara estaba terminando de desayunar tarde con su padre cuando entró el mayordomo, con una expresión divertida en el rostro.
—Señoría, tiene visita. Afirma ser una especie de príncipe.
—Dios mío —exclamó ella. Entonces se rió, sintiéndose alegre de pronto—. Padre, ¿le gustaría conocer al caballero del que le hablaba?
En el frío y aristocrático rostro del duque de Haddonfield apareció una expresión de desaprobación.
—¿No sabe cuáles son las horas de visita adecuadas?
—Es evidente que no. Sin embargo, como al parecer todo el mundo quiere que yo le eduque, pronto lo sabrá. —Sara terminó su taza de café y siguió al mayordomo.
El príncipe estaba mirando por una ventana cuando ella entró en la sala de estar. Sara se paró unos instantes para admirar el modo en que su traje oscuro y de buen corte realzaba sus anchos hombros y esbelto cuerpo. Solo se podía esperar que llegaran más kafires a Inglaterra.
Entonces él se volvió y le ofreció una encantadora sonrisa.
—Espero no ser inoportuno. Me dio permiso para visitarla por la mañana.
Ella sonrió y le tendió la mano.
—Olvidé mencionar que las visitas llamadas de mañana se hacen a primera hora de la tarde.
Cuando se erguía después de inclinarse sobre su mano, el príncipe alzó sus gruesas cejas negras.
—¿Las visitas de la mañana se hacen por la tarde? No es lógico.
—No debe esperar que la sociedad sea lógica, Alteza —comentó Sara, y le recordó—: La mano.
—Ah, sí, hay que soltarla. —Con un destello en sus ojos verdes, el príncipe renunció a la mano de Sara.
— ¿Por qué tengo la sensación de que está utilizando su situación de extranjero para mostrarse extravagante? —preguntó tratando de hacerse la severa.
—No tengo ni idea. Quizá tiene usted una mente recelosa por naturaleza —respondió él, rebosante de inocencia. Se quedó pensativo un momento—. Podría volver esta tarde para realizar mi visita de la mañana, pero sin duda entonces su casa estará llena de otros que vendrán a darle las gracias por su estimable fiesta. Entre semejante multitud, no tendría tiempo para corregir mis errores. En este caso, debería permitirme que la lleve ahora a dar un paseo, para que tenga tiempo de educarme.
Sara le miró con admiración.
—Ya entiendo por qué es usted un comerciante de éxito. Vendería arena a un beduino. —Antes de poder decir más, la puerta se abrió y entraron tres doncellas, cada una con un enorme jarrón de rosas blancas.
Como ella se quedó mirando fijamente el desfile de flores, Peregrine preguntó:
—¿Las rosas son un obsequio aceptable a una anfitriona?
Ella asintió, deslumbrada.
—Sí, aunque en general la cantidad debería ser menor. Mucho, mucho menor.
Él sonrió, arrugando su bronceada piel alrededor de los ojos.
—Pero me lo pasé extremadamente bien, por eso se merece muchas rosas. —Las doncellas dejaron las flores sobre diversas mesas y se retiraron, y él se acercó al jarrón más próximo y extrajo un capullo. Sosteniéndole la mirada, el príncipe aspiró la fragancia de la flor y luego se la ofreció a Sara.
—Rosas blancas, por la dulzura y la pureza. En Londres no hay suficientes para hacerle justicia a usted.
Divertida, ella aceptó la flor. Se encontraba en el momento de floración perfecto, empezando a abrirse, un débil rubor rosa en el corazón de los pétalos de marfil. Era impresionante cómo aquel hombre lograba hacer que cada gesto fuera extravagante y romántico. Realmente tenía que convencerle de que se contuviera, o todas las mujeres a las que conociera creerían que las estaba cortejando.
Sara aspiró el delicado perfume de la rosa y suspiró. Sería un crimen reprimir semejante encanto. Quizá debería enseñar a los ingleses a imitar al kafir en lugar de lo contrario.
Antes de poder decidir por dónde comenzar su lección sobre lo que era correcto o no, su padre entró en la sala de estar. Sesentón, el duque de Haddonfield era de estatura media, pero llevaba su cuerpo con tanta dignidad que llamaba la atención en todas partes.
Sara efectuó las presentaciones y los dos hombres se miraron con aire especulativo. Los modales de Peregrine mezclaban la naturalidad con la deferencia hacia la edad del otro hombre, y tras unos minutos de conversación la expresión reservada del padre de Sara se deshizo en amabilidad. A partir de ese momento, faltó poco para que el duque alentara a Sara a aprovechar el buen tiempo para dar un paseo en carruaje con el príncipe por Hyde Park.
Mientras Peregrine ayudaba a Sara a subir a su carruaje ella comentó:
—Estoy empezando a creer que es usted un fraude, Alteza.
Sorprendida por la rápida mirada de severidad que le lanzó, ella explicó:
—Puede que sea un extranjero en Londres, pero sin duda se ha movido en círculos europeos en India y las ciudades de Oriente Próximo. Es evidente que cuando quiere sabe perfectamente cómo comportarse. Ha sabido meterse a mi padre en el bolsillo.
Él sonrió.
—¿Meter en el bolsillo? No reconozco esta expresión.
—Significa mostrarse encantador con alguien para que te mire de un modo favorable, práctica en la que usted destaca —explicó ella—. Está bien hacerlo; en realidad, es la esencia del éxito social; pero no emplee esa frase en la sociedad educada. Es un poco vulgar.
—Anotado —dijo él en tono agradable—. Tiene razón, no carezco de experiencia de las costumbres occidentales, pero aun así Londres puede resultar abrumador la primera vez que se visita.
Sara dudó de que al príncipe algo le resultara abrumador, pero lo dejó correr. Viajaron amablemente en silencio mientras el príncipe sorteaba con habilidad el denso tráfico comercial. Al final Sara dijo:
—Conduce muy bien. ¿Aprendió esta habilidad en las montañas?
—No, en Kafiristán no hay ni carreteras ni carruajes. En realidad, el sendero corriente haría que una cabra se pensara dos veces si intentar recorrerlo. Por eso las tribus se han mantenido independientes; es una tierra casi imposible de invadir. —Sin cambiar de tono, Peregrino prosiguió—: Cuando la conocí, me pareció ver que su semblante había sido moldeado por el dolor. ¿Sufrió algún accidente grave o una larga enfermedad?