El arte de besar en la boca.
Kristin Harmel.
Sinopsis: ¡Emma Sullivan al fin está en París! Sería algo maravilloso si no fuera porque se siente atrapada en su trabajo de relaciones públicas de una de las más atractivas (y locas) estrellas del rock. El encargado de que las cosas empeoren es Gabriel Francoeur, un periodista sexi y testarudo que busca la cara más escabrosa de su cliente.
Aunque si una mujer no puede reinventarse a sí misma en París, ¿dónde lo hará? Es el momento de dejar atrás a la antigua Emma Sullivan y de convertirse en alguien valiente, fascinante y con éxito. La clase de chica que no tiembla por un beso en la boca.
Por norma general, no suelo leer chick lit. Aunque a veces le doy una oportunidad con alguna sinopsis que me llama la atención, creo que el género y yo no nos llevamos bien por varios motivos. Para empezar, las situaciones que describen, buscando causar la risa, a mí lo que me suelen provocar es una vergüenza ajena insuperable. Para seguir, soy incapaz de empatizar con sus protagonistas más típicas, que, en teoría son mujeres inteligentes y triunfadoras, pero que pierden automáticamente veinte puntos de coeficiente intelectual cuando se encuentran ante un vestido con más ceros en su precio que tela, o unos zapatos de esos que tienen nombre propio —e impronunciable—.
Por usar un cliché muy manido, no es el género, soy yo. Pero la brecha entre los dos es inevitable.
Sin embargo, esto no me pasa con esta autora. No me pasó con el primer libro que leí de ella, La teoría de las rubias —pese a que, quizá, seguía más los tópicos del género— y mucho menos con éste, que, de hecho, me ha gustado bastante más.
Emma es una protagonista estupenda, al menos para mí. Habrá quien la encuentre sosa, o débil, o plana, pero es que es… ¿cómo decirlo? Normal. Sí, justo eso. Es una mujer normal y corriente, como puede ser nuestra mejor amiga, nuestra vecina del cuarto, o nosotras mismas. Acaba de perder su trabajo y su ex prometido ha roto con ella tras una relación de tres años y una boda en ciernes y, encima, se ha liado con su mejor amiga. Así que, como cualquier hijo de vecino, está descolocada y un poco perdida. Y, como cualquier hijo de vecino, en lugar de salir corriendo a comprarse unos zapatos de esos que decía antes y que su economía no puede ni mirar de reojo, pues se queda en su casa comiendo helado de chocolate. Que es lo que haría cualquiera. O, al menos, es lo que haría yo.
Sus amigas apoyan a la traidora que se ha levantado a su ex, su hermana se pasa media vida criticándola, tiene que dejar su apartamento, no tiene trabajo y, de la noche a la mañana, no le queda nada a lo que aferrarse, nada que la haga seguir adelante y lo único que quiere es autocompadecerse. Sí, vale, es una actitud criticable, pero muy humana. Yo presumo de ser una superviviente y, de estar en su lugar, quizá haría lo mismo que ella. Nada como una buena dosis de autocompasión regada con helado de chocolate con pepitas de menta para olvidarte del mundo y sus desdichas.
Es en ese momento, cuando todo se derrumba, cuando la única amiga que le queda le ofrece un trabajo temporal en París, para servir de publicista hasta el lanzamiento del primer disco en inglés de la estrella del momento, Giulliame Riche. Así que Emma deja su vida atrás y vuela a la ciudad de la luz dispuesta a salir del bache... Y es aquí donde todo empieza a complicarse.
Giulliame se mete en un lío tras otro, a cada cual más surrealista y Emma, como su publicista, tiene la misión de convertir esas locuras suyas en algo lógico y que apoye la imagen de chico bueno que le han vendido a la prensa. Sorprendentemente, sus «explicaciones» parecen convencer a todo el mundo… A todo el mundo menos a Gabriel Francoeur, Gabe, que no deja de insistir para conseguir una entrevista o una exclusiva con Riche y que, cómo no, está como un queso.
Gabe es encantador, aunque Emma parece empeñada en no verlo por esto de que son como soldados en bandos opuestos de una batalla: el periodista y la publicista. Es un tipo agradable, con cierta dosis de dulzura y un encanto que la autora debe encontrar «muy francés». Y aquí es donde me guardo mi opinión sobre los franceses, pero que conste que lo estoy pensando. Pero, en fin, qué le vamos a hacer, los yanquis los encuentran la quintaesencia del romanticismo, así que me lo trago y acepto Gabe como perfecto príncipe azul europeo. Y, realmente, es muy mono, para qué negarlo. Siempre parece saberlo todo sobre Giulliame, prever y enterarse de cada uno de sus líos, de cada locura, y Emma, invariablemente, confunde sus vacilantes avances para seducirla con una maniobra para llegar hasta la estrella.
Debo confesar que me vi venir la historia desde el principio. Debo confesar que, sin haber alcanzado la mitad del libro ya sabía lo que iba a pasar y cómo. Debo confesar también que no esperaba grandes alardes en el romance y no los hubo. Pero aun así, lo disfruté muchísimo.
Y es que la autora tiene un estilo genial, rápido, ágil, que se lee de un tirón, pero con pequeños detalles que hacen de su prosa algo agradable de leer y muy bien llevado. Su humor es discreto, sin aspavientos, sin caer en el histrionismo o la chabacanería, pero aun así efectivo; no te arranca carcajadas, pero sí muchas sonrisas. Sus diálogos naturales. Y sus protagonistas, sin hacer grandes alardes, están bien construidos y son coherentes. No puedo pedir mucho más para pasar un par de tardes de verano entretenida, la verdad.
Los personajes secundarios son muy divertidos: Giulliame, que parece un niño travieso —y no del todo en sus cabales— más que una estrella del rock al uso; la alocada Poppie, con sus libros de autoayuda y su empeño en que Emma supere la ruptura aprendiendo todo lo que hay que saber del arte de besar en la boca (del beso francés, que es la traducción literal del título), y que arrastra a la protagonista por todo París para que descubra la maravilla de los hombres franceses y el coqueteo insustancial; la hermana, el arquetipo de mujer casada que piensa que no has triunfado en la vida hasta que le has puesto la soga al cuello a un marido. Criticona, metomentodo e irritante, con su hijo malcriado y su marido perfecto e invisible; Y el ex, el típico niño rico, mimado y egoísta al que quieres pegar una patada en el culo desde el primer maldito momento. Todos estos secundarios se mueven en un coro perfectamente orquestado, todos aportan algo, todos sirven para algo, todos funcionan.
Así que, sin pensármelo mucho, os recomiendo esta novela como una buena manera de pasar el rato. No es inolvidable, no nos cuenta una de esas historias que permanecen en la memoria mucho tiempo después de cerrar el libro, no provoca grandes emociones, ni nos narra grandes pasiones, pero funciona. Y entretiene. ¿Hace falta mucho más?