En ese preciso instante la serenidad que la embargaba se esfumó en cuanto su mirada se encontró con la del duque y comenzaron a pasar por su cabeza visiones de carceleros, cárceles, grilletes y magistrados.
Su primer impulso fue el de desaparecer por completo y apartar la mirada en un intento por fundirse con la tapicería de la silla que ocupaba.
Sin embargo, nunca había sido de las que intentaba pasar desapercibida frente al mundo, aunque esa fue su actitud durante los dos últimos años de vida de XY2. ¿Por qué tenía que desaparecer? ¿Por qué tenía que apartar ella la mirada cuando él no daba señales de hacerlo primero?
Entonces la irritó de verdad.
Sin dejar de mirarla, enarcó una de esas arrogantes cejas.
Y después la enfureció.
Con los ojos clavados en ella y la ceja enarcada, agarró el mango del monóculo y lo alzó a medio camino del ojo como si le sorprendiera el descaro que demostraba al enfrentar su mirada.
Fue entonces cuando decidió que no apartaría la vista ni por todas las cárceles y los grilletes de Inglaterra. La había reconocido, ¿verdad? ¿Y qué? Al fin y al cabo, su único delito había sido el de volcar más de la cuenta el vaso de limonada cuando casualmente él estaba debajo.
Le devolvió la mirada y aumentó su descaro riéndose en toda su cara. En fin, no se rió en alto precisamente. Pero le demostró con su expresión que no iba a dejarse acobardar por una ceja y un monóculo a medio alzar. Cogió una pasta de su plato y le dio un bocado... momento en el que descubrió que llevaba un baño de azúcar glas. El azúcar le manchó los labios y se los lamió al tiempo que el duque de la seriedad abandonaba el grupo en el que se encontraba y echaba a andar hacia ella.
Ante él se abrió un camino como por arte de magia. Claro que no hubo magia alguna en el hecho. Todo el mundo se apartó para dejarle paso... Seguramente estaría tan acostumbrado a recibir semejante tratamiento que ni se percató de que lo hacían.
¡Por el amor de Dios!, pensó mientras lo veía acercarse. Su presencia era magnífica, desde luego.
Se detuvo cuando las puntas de sus botas de montar estuvieron a escasos centímetros de las puntas de sus escarpines. El peligro se cernía sobre ella, pensó, con el corazón desbocado muy a su pesar.
—No recuerdo que nos hayan presentado, señora —dijo con una dicción exquisita y una nota ligeramente hastiada en la voz.
—¡Vaya! Yo sí lo conozco —le aseguró—. Es el duque de la serierdad.
—En ese caso, me lleva ventaja —replicó su excelencia.
—XX —dijo, sin ofrecerle más explicación. Ni su familia, ni la de XY2, tendrían el menor interés para él.
—¿He hecho inadvertidamente algo que le resulte gracioso, señorita? —quiso saber él.
—Sí, me temo que sí—respondió—. Y es «señora» . Soy viuda.
El monóculo volvía a estar en su mano. Lo vio alzar ambas cejas y componer una expresión que sin duda sería capaz de helar los racimos de uvas en las vides y de arruinar la cosecha de todo un año.
Entretanto, le dio otro bocado a la pasta... y tuvo que volver a lamerse los labios.
¿Debería pedirle disculpas de nuevo?, se preguntó. Pero ¿por qué? Ya se disculpó en su momento. ¿Tenía el ojo derecho un poco más rojo que el izquierdo? ¿O eran imaginaciones suyas?
—¿Sería tan amable de decirme qué ha sido? —le preguntó alzando el monóculo un poco más, si bien no llegó al ojo.
¡Qué arma más efectiva!, pensó. Conseguía interponer tanta distancia entre el duque y los molestos mortales como una espada en manos de un hombre corriente y moliente.
Decidió que le gustaría disponer de uno. Tal vez se convirtiera en una anciana excéntrica que contemplaba el mundo a través de un monóculo gigante, aterrorizando a los presuntuosos y arrancando carcajadas a los niños por culpa de un horripilante ojo magnificado.
Le estaba preguntando qué le había hecho gracia. «Gracia» no era la palabra más acertada, pero ciertamente se había reído de él. Cosa que estaba haciendo de nuevo.
—Se ha mostrado contrariado, de hecho sigue contrariado —se encogió—, porque me he negado a obedecer sus deseos.
—¿Contrariado, dice usted? —Sus cejas se arquearon de nuevo—. ¿Acaso le he ordenado yo algo?
—Desde luego que sí —contestó—. Me descubrió observándolo desde el otro extremo de la estancia y procedió a alzar una ceja, que fue seguida del monóculo. Claro que ni siquiera debería haberme percatado de que alzaba usted el monóculo. Debería haber apartado obedientemente la mirada mucho antes de que lo hiciera.
—¿Y el hecho de alzar una ceja se equipara a una orden y el de alzar un monóculo es sinónimo de contrariedad, señora? —preguntó de nuevo.
—¿De qué otra forma explicaría usted que haya cruzado el salón para dirigirse a mí? —preguntó ella a su vez.
—Tal vez, señora —respondió—, se deba a que, al contrario que usted, he estado circulando entre los restantes invitados.
La respuesta le encantó. Tanto que soltó una carcajada.
—Y ahora he despertado su hostilidad —señaló—. Sería mejor que no me prestara la menor atención, excelencia, y que me dejara seguir interpretando mi papel de espectadora.
No espere que me acobarde ante usted.
—¿Acobardarse? —Se llevó el monóculo al ojo y observó sus manos a través de la lente.
Llevaba las uñas cortas. Y limpias, pero sospechaba que al duque le resultaría fácil adivinar que trabajaba con ellas.
—Sí, acobardarme —reiteró—. Así es como gobierna su mundo. Acobardando a todos los demás.
—Me alegra que crea conocerme tan bien a pesar de la breve relación que nos une, señora —repuso.
—Supongo que no debería haber hablado con tanta franqueza —admitió—. Pero fue usted quien preguntó.
—Ciertamente —replicó al tiempo que ejecutaba una rígida reverencia.